Como fotógrafo y de siempre o casi siempre andar con una cámara o pensando en el momento emocional o espacial para fotografiar, me doy el lugar, con frecuencia, para la decisión, para adoptar un posición de negación, para evitar llevar la cámara a un lado y adelantarme al acto fotográfico; forzando el momento, forzando la intención. Tomo la decisión de no fotografiar, de no vivir la experiencia tras un encuadre, de no enmarcar, de no exponer. Prefiero exponer con el ojo y sobre la memoria, sobre la imprecisión y lo subjetivo del recuerdo y que al igual que papel o el archivo magnético, termine perdiéndose o deteriorando en el tiempo. Hay otro tipo de disfrute del momento cuando se llega con la intención de no fotografiar, hay una conciencia en capas, primero está el recuerdo del objeto-cámara ausente, la siguiente capa es la de la conciencia del momento fotográfico que se percibe, pero no se puede fotografiar: es la percepción de un encuadre que no existe pero se intuye. Por último surge la capa de la memoria, una memoria más atenta debido a la imposibilidad del registro físico, aparece una observación más atenta, mas de detalle; en algunos momentos se produce una dinámica entre ausencia/presencia, de observador y partícipe en forma alterna.
No es una excusa para no fotografiar, si es que puede existir esa actitud en un fotógrafo, pero sí quizás para entender la experiencia de otra manera, para sentir distinto las cosas, percibir el momento, el tiempo (si es que existe), la memoria, la vista, las emociones; re-inventar el acto de la presencia sabiendo que uno esta ahí, en el lugar, pensando en fotografiar y al mismo tiempo no haciéndolo, es una presencia nueva, dual, de observador y no-observador, como ser algo y no serlo al mismo tiempo, como si un pájaro decidiera sólo por hoy no volar y hacer el recorrido diario sólo con sus patas. Es experimentar con cómo uno es, vivir y sentir distinto a lo obvio. Es re-inventar la manera de ver las cosas, en el fondo de ver la vida propia.